El diván y la escena

Psicodrama, psicoanalisis y otras hierbas.

Archivar para el mes “marzo, 2013”

Ojo

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Oleo sobre tela. Copia. Ojo. 60×90. Carlos García.

Adicciones. Acto II. El grupo como lugar de conflicto y sanación.

Carlos García Requena

“¡Paraíso perdido! Perdido por buscarte; yo, sin luz para siempre.”
Baudelaire.

RESUMEN: Encuadre, enfoque y disparo son los pasos previos a un revelado cuyo resultado es un sobrevuelo de la problemática adictiva desde diferentes ángulos. En el enfoque moveremos la óptica para asomarnos al encuadre grupal como herramienta terapéutica, porque si bien es en la relación donde el sujeto enferma, también es a través de nuevos vínculos reparadores que puede sanar.

Enfoque.
El encuadre grupal es una modalidad terapéutica eficaz para el tratamiento de las adicciones. Muchos son los beneficios de éste encuadre, pero también importantes las resistencias que hacen difícil que el adicto pueda nutrirse de él.
Partimos de una demanda de tratamiento que a menudo no es generada por el drogodependiente, sino por una presión externa que le empuja. Podríamos decir que el adicto no quiere curarse; lo que en realidad desea es volver a estados de goce anterior donde convivía con la sustancia en relativo equilibrio. Muy a menudo, se presenta pidiendo un sustituto, algo externo a sí mismo que venga a ocupar el lugar de la droga y no le produzca los malestares colaterales que el consumo le viene generando últimamente. Vive en esa creencia y naufraga constantemente, pero lo vuelve a intentar cada vez.
El adicto viene con una demanda que apela al otro y le hace responsable: “quíteme este mal”. Busca el remedio maravilloso, y sin embargo, ha de llevarse una pregunta sobre sí mismo que abra el espacio de su subjetividad. En ocasiones, el profesional, colocado ficticiamente en el lugar del saber (también de un poder relativo) y presionado por la familia o la inercia moral de ver al adicto recuperado, se lanza a proponer curas de desintoxicación u otras acciones que a menudo fracasan porque no llegan en el momento adecuado. En realidad, más que proponer, la cosa sería preguntarnos-le: “¿qué quiere el sujeto?”. Es cierto que en ocasiones, uno viene buscando una cosa y termina encontrando otra. Analizar la particular demanda del paciente y lo que le mueve a formularla en ese preciso momento nos puede dar muchas pistas para enfocar el trabajo y encauzar el proceso de transformación, que en caso de ser adecuado, supondrá el giro progresivo desde el goce anegado al deseo faltante.
Toda cura pretende prestar una configuración nueva a los síntomas y precipitar un nuevo estatuto subjetivo, una nueva dialéctica. Pero en el caso de los sujetos adictos nos encontramos con un montaje adictivo que choca con el mismo dispositivo de la cura porque es totalmente opuesto. El adicto ha encontrado cobijo preguntándole a la sustancia precisamente para no volver la mirada a sí mismo, porque ya sabemos que “El toxico y el inconsciente no hacen buenas migas”. Ni el grupo ni el terapeuta pueden competir con el poder de las drogas cuando se trata de aliviar la angustia, pero pueden rebelarse como objetos transicionales con los que establecer los “vínculos de colchón” suficientes para poder ir elaborando su conflictiva interna y aprendiendo formas de ajuste a lo social.
Pero, ¿qué tipo de grupo? Al principio, nos hicimos la pregunta: ¿sujeto o sustancia? Hay diferencias en el proceso grupal en función de concebir la adicción como el problema “en sí” o como “un síntoma” . Si antes aposté por poner el acento en el sujeto, ahora no iré en dirección contraria, aunque se hacen necesarias algunas apreciaciones. En el primer caso (sustancia-problema en sí), los grupos enfocan su visión en el fenómeno adictivo y sus esfuerzos en erradicarlo. Para ello, se da información sobre las drogas y su problemática, se resaltan las penurias del consumo y se demoniza el objeto, se pone el acento en controlar ambientes y prevenir recaídas, se controla si el adicto consume y se prescriben pautas para corregirle. Algunos aspectos de éste enfoque del tratamiento son necesarios por su valor de apuntalamiento mientras el sujeto no puede sostenerse, pero es del todo insuficiente si de lo que se trata es de orientar un viraje subjetivo, porque más allá de controlar el ambiente, el sujeto necesita lidiar con su mundo interno. Si entendemos que la adicción es consecuencia de una subjetividad desfalleciente, y entramos entonces en el segundo supuesto, lo importante a trabajar en los grupos tiene que ver con la puesta en escena imaginaria de los conflictos del sujeto, de su forma de vivir y relacionarse con los objetos (entre los que se encuentra la droga), sus inquietudes y dificultades, porque ellas son las que sostienen la necesidad de una prótesis.
Está claro que la abstinencia es un factor importante si pensamos en un cambio profundo en el sujeto que se extienda a todas las áreas de su vida, pero no el objetivo que hay que conseguir “a toda costa”. Un abandono vacío y mecánico del consumo no sirve de mucho (adictos secos), si no hay un trabajo de independización psíquica del sujeto, porque la motivación fluctuante y el empuje pulsional del adicto hacen que la recaída esté a la vuelta de la esquina a pesar de los años. Por otro lado, hemos de entender que quitar la muleta que hace de sostén imaginario para el montaje del sujeto implica meterle de lleno en su propia angustia. Las cosas tienen su tiempo. La diferencia entre un proceso vacío y otro fundamentado en el deseo del paciente tiene que ver con la capacidad del terapeuta para reprimir su deseo y dejar que sea el del paciente el que salga a escena (aunque a veces, no es cosa fácil). Se trata de un proceso más lento, pero frente a la anulación que supone la pauta impuesta, está la posibilidad de convocar al sujeto y ver qué pasa.
En cuanto al formato, tendremos en cuenta que debido a la baja adhesión que los pacientes adictos suelen tener hacia la terapia, y al gran número de abandonos, el grupo abierto de tiempo indefinido, en el que los integrantes entran y salen pero el grupo se mantiene, puede ser una buena opción para el mantenimiento operativo del mismo. Entre las ventajas de éste tipo de formato, nos encontramos con que coexisten pacientes en distinto momento del proceso de recuperación, por lo que unos marcan el camino de otros, hay un modelaje y una tutorización. Entre los inconvenientes, podemos pensar que la renovación constante de los miembros dificulta la posibilidad de profundización progresiva, lo que puede producir un debilitamiento de la cohesión grupal y la necesidad de un reajuste permanente entre sus miembros, que a veces tienen la sensación de “estar siempre empezando”. Una estrategia más laxa y abierta al principio y un ajuste de normas y límites posterior hacia un grupo más cerrado pueden ir ayudando a que el adicto entre en el encuadre y termine beneficiándose de él.
Hemos de tener claro que los grupos ideales no existen, que los procesos y las intervenciones de manual nunca dan cuenta real de lo que sucede a pie de clínica, donde todo es más complejo y nunca se acerca a lo esperado. El terapeuta ha de manejarse muy bien con su propia falta, porque entrará en un espacio donde mostrarse con ella supondrá atentar contra la estabilidad de otros que tratan de disimularla al precio de su vida. Los vínculos trasferenciales que se establecerán (en cualquiera de sus vertientes), serán de naturaleza tiránica, salvaje y descarnada, de manera que el conductor del grupo estará en situación de exposición constante. Es por eso que, más que nunca, y siempre que sea posible, la coterapia es una opción más que recomendable para la conducción de éste tipo de grupos, ya que reduce el riesgo de quedar enganchado en la tela de araña de un discurso tóxico que tiende largamente al goce y ofrece posibilidades transferenciales alternativas. Por otra parte, y como ya sabemos, la presencia de otro igual, pone en jaque al narcisismo del terapeuta señalando sus puntos oscuros y evitando que fermenten modos de relación peligrosos para la evolución grupal e individual.
Respecto de las normas del grupo, creo conveniente recordar que debido a la naturaleza especial de la relación que los adictos mantienen con el límite, debemos de hilar finamente a la hora de plantear lo normativo. Los límites tienen que estar claros desde el principio, porque las transgresiones serán constantes. Sin embargo, para ello se pueden seguir dos caminos diferentes:
 Plantear unas normas iniciales que, sin duda serán transgredidas, pero que darán la oportunidad de analizar y observar las consecuencias. En este caso, el terapeuta, colocado en el lugar de garante de la ley será objeto de fuertes trasferencias por ser él el portador de la norma.
 Otra opción es ir construyendo las normas conforme en el grupo se va creando tal necesidad. Esto implica un proceso de acotamiento “desde dentro”, con normas concebidas y propuestas fruto del funcionamiento del grupo y su necesidad, donde el terapeuta es un mero acompañante en el proceso de reconstrucción.
En cualquier caso, es importante, plantear un número mínimo de compromisos (límites) relativos al funcionamiento grupal: compromiso de asistencia y sobriedad en las sesiones, compromiso de no pasar al acto durante las sesiones (agresiones, etc.) y la abstinencia de mantener relaciones reales fuera del grupo.
Sin embargo, no debemos de olvidar que la dificultad en el encuentro con el límite es lo que precisamente está dañado en éstos sujetos, por lo que el trabajo en grupo no será tanto una labor de desciframiento, sino más bien una pedagogía del límite, donde a través de actos y señalamientos, los terapeutas y los otros miembros del grupo, contribuirán al proceso de reconstrucción e instauración progresiva de esa figura tan necesaria como negada. El acto del terapeuta debe de ir orientado más que nunca, a reducir comportamientos gozosos, a limitar las conductas auto-eróticas ampliamente disfrazadas (desde la tendencia a monopolizar el tiempo o a no usarlo, a las transgresión de normas en sus diferentes versiones, las recreaciones, etc.).
Sin embargo, hemos de tener en cuenta las características del colectivo a la hora de intervenir. Salvo que los pacientes lleven ya un recorrido que haya permitido construir un lazo suficiente y una estructura personal más o menos estable para soportar las desestabilizaciones, las intervenciones del conductor del grupo han de ser suavemente confrontativas. Poner límites que el paciente no pueda soportar no llevaría a otra cosa que malograr la posibilidad de proceso. Es un trabajo de enorme paciencia, de estar atentos a las trasgresiones, y responder a ellas de manera firme y suave a la vez, porque esa es la única manera de reconstruir lo que antes no se pudo dar.
No olvidemos que el límite dice lo que no, pero abre las puertas para otras cosas que sí, de manera que no podemos quedarnos en el padre fálico que niega (segundo tiempo del Edipo), sino trascender al padre que habilita y dona alternativas (tercer tiempo del Edipo). Porque si el adicto se queda encallado en lo que no puede hacer, pasa la vida sufriendo, encarado a un deseo insistente que apunta precisamente al lugar que le está negado (desde fuera o desde dentro). Incluso cuando es elegida, muchos adictos viven la abstinencia con enorme frustración, porque quedan en un callejón sin salida y no desarrollan nuevas vías sublimatorias.
En cualquier caso, el terapeuta ha de ser más activo y gratificante que en otro tipo de grupos, tratando de mantener un equilibrio entre apoyo y confrontación. En la medida que la cultura grupal se va instalando y el sujeto va desarrollando recursos propios para mantenerse, puede haber más confrontación. No podemos olvidar que el manejo de grupos con pacientes adictos pone en jaque cualquier ideal de acto terapéutico, y obliga, a menudo, a salirse de lo establecido y realizar trabajos de apuntalamiento, contención y pedagogía. Las interpretaciones, los actos confrontativos, y la profundización psíquica, a veces requieren una espera hasta que lo pulsional se presente con menos fuerza.
En lo que tiene que ver con las características de los participantes, y siempre desde una engañosa generalización, podemos decir que se trata de un colectivo con enormes dificultades para comprometerse a lo largo del tiempo, con una motivación fluctuante que les hace moverse a la deriva, con muchas dificultades para funcionar de acuerdo a unas normas-límites propias del funcionamiento del grupo, así como enormes dificultades para la toma de conciencia y la introspección, además de elevadas carencias en el manejo afectivo e interpersonal. La tendencia al acto y la dificultad para poner palabras a la experiencia salpican constantemente el devenir grupal, produciendo frecuentemente conflictos y tensiones que amenazan constantemente la estructura.
Hay poca tolerancia a la presencia del otro, que siempre es una amenaza a la célula narcisista. El grupo, como lugar de la relación, será también lugar de conflicto antes de ser lugar de reparación, de manera que aunque al principio sea difícil, a la larga se constituirá en un espacio donde volver a aprender a vivir sobre otras bases, a retejer los lazos con los otros y a soportar la frustración narcisista que implica el contacto con la alteridad.
Si en la terapia individual, el paciente intenta mantener lazos fusionales con el terapeuta y meterle en su propio juego, en el grupo, el resto de miembros será el elemento que hará el papel de tercero limitador. La presencia de otros implicará compartir el tiempo y la atención de los terapeutas, la confrontación de actitudes dudosas y creencias distorsionadas; en definitiva, el grupo hará de límite para el sujeto y no le permitirá desplegar su estilo vincular, quedando abocado a buscar alternativas.
Las trasferencias horizontales se desplegarán con virulencia. Disputas, derrapes imaginarios y actings constantes son muestra de una elevada conflictiva interna que pone a prueba en cada momento la estabilidad y la continuidad grupal. En esos momentos, mi experiencia de manejo del conflicto grupal, supone poder diferir la escena actual que ha generado conflicto hacia otras escenas de la vida de los implicados. Poder trabajar desde ahí, donde son otros personajes, otros momentos y otras situaciones, facilita cierto aflojamiento que luego permite volver a la situación actual con un menor índice de defensividad.

Nota: segunda parte extraida del artículo “Adicciones. La herida y el cuchillo”, publicada en Diciembre del 2012 en la revista sobre psicodrama y grupos. Speculum nº 3. Ed. Fundamentos.

Mentes divididas

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Copia. Oleo sobre tela. 90×60 Carlos García Requena. Dic.2012

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